*Este relato alguna vez lo envie a un concurso auspiciado por la denominación de origen de vinos de la mancha para el que, precisamente, algún aspecto de su contenido tenía que aludir a esta clase de vino, lo cual explica las forzadas alusiones a este tipo de vino, en un relato en el que este licor no es más que el pretexto para contar una pequeña anécdota que tuve la suerte de vivir y de la que lamento mi capacidad narrativa para no poder evocar cuan mágico fue aquel instante. Demás esta decir que nunca tuve noticias del concurso pues de seguro hubo mucho mejores relatos dignos de ser premiados, aunque tengo mis dudas de que sea cuales fueran los hechos que narracen, dificilmente podrían superar en emoción la especificidad del instante vivido, al cual, por cierto, esta narración no le hace justicia.
Me
gusta el vino porque el vino es bueno,
dice la canción de Tito Fernández “el
Temucano”. Se preguntará Ud., con justa razón, Señor lector no chileno,
quién carajos es este Tito Fernández, que no le suena para nada y mucho menos
su aparatoso pseudónimo. Habría que decir que este inicio del relato con total
seguridad pierde su chispa si el lector, al igual que quien escribe, es
chileno, pues allí si que no le sonaría extraño aquel nombre y apodo. Misma
perdida de chispa ocurriría en el caso de un no chileno que, probablemente a
propósito de la amistad con algún chileno con nostalgias de su país, lo hubiese
bombardeado a canciones del temucano. El caso es que yo te puedo contar, mi
estimado lector no chileno, que Tito Fernández es un cantautor chileno oriundo
de Temuco (de allí lo de “el Temucano” que es el gentilicio de aquella sureña
ciudad), bien dado al rescate de las raíces folclóricas de mi país y que
podríamos calificar en términos campechanos, más allá de sus dotes de
folclorista, como un roto chileno bueno para el pipeño.
Tan borrachito nos salio don
Tito que no pudo más que expresar su sincero amor al vino a través de «Me gusta el vino», esa canción que es
una verdadera oda al dulce fruto de la vid. Este tema es con toda probabilidad
una de las canciones que más suenan de su abultado repertorio, junto a otras
como «La casa nueva» o mi favorita, «La madre del cordero». En cada cual se
cuentan historias distintas, cuyo sustrato común (si es que lo hay) consiste en
la alegoría de la vida popular chilena en la esfera privada. La vida de los que
quienes, con aprecio, se reconocen como “rotos chilenos”: personas sencillas de
vidas a veces un tanto duras, pero que acostumbrados a saber que lo bueno
siempre cuesta, le ponen ñeque[1]
a la vida, sin agachar el moño.
Pese a la duro de estas existencias, los rotos saben hacer prevalecer la
alegría en sus vidas, de manera que gran parte de ese sustrato popular común lo
pueblan recuerdos gratos: de festividad familiar ante la inauguración de una
casa nueva, que, aunque no es más que una
barraca comparada con otras que si se llaman casas, no deja de ser por ello
el hogar de reunión familiar; o bien, recuerdos del jolgorio en la casa
patronal que parece chingana, aprestándose a recibir de vuelta a la niña Rosa,
el amor imposible del peón Venancio e hija de Don Guille, el patrón del
fundo.
Tanto en las penas como en
las alegrías narradas por don Tito, siempre está presente el vino, sea en chuico, damajuana, botella, tasa, vaso o
copa. Tinto de preferencia, desahogando (o ahogando) las penas y desatando la
alegría en los efímeros pero a la vez eternos momentos de felicidad. Demás esta
decir que, cuando más intensos son estas penas y alegrías, mayor suele ser la
ingesta del brebaje del viñedo. Por eso es que don Tito nos advierte:
“Vaya un consejo en serio ahora
pa’l que quiera: hay que medirse pa’ tomar sin propasarse pu’ eñor. Yo por
ejemplo de la guata hasta la pera hago seis litros y cuarto, sin envase”[2].
Más allá de las bromas
asociadas a la remembranza del entrañable cancionero de don Tito, no quiero
perder de vista que este cuento lo escribo con el paladar aromatizado por la
calidez de los taninos del buen vino con denominación de origen en La Mancha,
el viñedo de Europa, con mi mente y mis manos dispuestas a elevar su exquisita
compañía hasta el mismísimo Olimpo. Por eso es que, desde aquí, viene el giro
de estas divagaciones que entrelazarán al temucano, a Chile, al vino tinto
manchego, a España y a mi sorpresivo invitado estrella proveniente del Ecuador.
Estábamos, como todos los
años, celebrando las fiestas patrias chilenas en nuestro pequeño refugio
chileno familiar de Madrid, que aun alejado de mi denominación de origen,
persigue en esos días evocar todo de cuanto disfrutamos en Chile por esas
fechas, de manera que no falto el buen pebre[3]
cuchareado y las empanadas chirriando calentitas recién salidas del horno.
Acostumbro para estas
celebraciones invitar amigos de la nacionalidad que sean para así gozar de la
buena mesa y de la amistad, que mucho más que la “independencia”, son las cosas que evocan en mi los dieciochos
de Septiembre. Acudió a la invitación de aquella ocasión Poncho, un buen amigo
del Ecuador. Con las empanadas y el pebre
chileno servido en la mesa nos dispusimos ya a merendar. Para catalizar la
alegría de la velada, que mejor que el vino. A falta del vino chileno, tan
difícil y caro de pillar, bien nos apaño un buen tinto de La Mancha. La fiesta
la completaban otros tantos amigos y el sentimental acompañamiento del sonido
de algunos discos de vinilos de todos los estilos que desde hace unos años
llevo coleccionado por doquiera que voy. Ese día, como era de esperar, la
hegemonía la tuvo la música chilena. Así, la aguja del tocadiscos se deslizo
por los surcos de Buddy Richard en
directo desde el Astor, por la líneas alegres de las cumbias chilombianas de Chico Trujillo y por las de sus antepasados musicales, La Orquesta Huambaly y su cantante Humberto Lozán, que tantas fiestas de
mis abuelitos en la flor de sus vidas amenizaron con sus mambos y chachachás.
No faltaron tampoco, claro está, las cuecas
y tonadas en la voz de Violeta Parra acompañada
de su progenie y de Víctor Jara. Pero la fiesta patria para mi no habría
estado completa de no haber sonado don Tito. Puse entonces su ópera prima, el
disco homónimo Tito Fernández “el
Temucano”. Desfilo primero la cara A del disco, cargada de ingeniosas
canciones como aquel relato de un
partido de fútbol jugado por animales de todo tipo llamada «Cero a Cero» y mi favorita de siempre,
aquella epopeya romántica y social llamada «La
madre del cordero». Se acabo la cara A, llegó el turno de darle la vuelta y
fue en aquel preciso momento cuando llegó el clímax de la jornada. Empezaron a
sonar los compases de «La casa nueva»
cuando vi la cara de Poncho saltar de
la alegría distendida a la emoción más profunda. Tras un sorbo de vino, vi
brotar las primeras lágrimas cuando escuchó aquél bello estribillo de los
viejos regocijados danzando un valsecito añejo: Déjame bailar contigo la alegría linda del último vals, amor, amor. Vamos a vivir unidos en este minuto
nuestra eternidad, amor, amor. Déjame
mirar tus ojos recordando tiempos que no volverán, amor, amor. Déjame saber es
cierto que nadie nos quita la felicidad, amor, amor.
La canción es linda, sí. Emotiva
también lo es, más aun cuando estamos en los tijerales de una casa, fruto de
largos años de esfuerzos. Pero esta vez no era el caso y de allí que me quedase
perplejo por el arrebato de sentimientos que se apoderaron de Poncho.
Ponchito, calculo ya de unos
treinta y cinco años de edad, no había oído aquella canción desde sus casi diez
años de edad. Todas aquellas veces que Ponchito había escuchado esta canción en
su niñez, lo había hecho acompañado de su amado padre, que en paz descanse,
quién adoraba oír aquella melodía con su hijo sentado sobre sus piernas,
disfrutando de la eternidad de aquel instante. Después de oír su relato lo entendimos
todo: por eso lloró Ponchito y por eso lloramos todos con él, imaginando
aquella escena y recordando probablemente cada uno de los comensales los buenos
momentos que junto a nuestros viejitos pasamos; instantes que sencillos pero a
la vez intensos como los de la escena evocada, se nos grabaron en nuestras
memorias. Agradecido como pocas veces he visto a persona alguna, Ponchito me
abrazó afectuosamente y se desahogó contándome cuantos años y esfuerzos había
invertido en intentar recordar el nombre de aquella canción. Inesperadamente y
por arte de magia, probablemente invocada por obra y gracia del vino en aquella
calurosa tarde madrileña, contemple y compartí regocijado aquel minuto vivido
intensamente por Poncho como si fuese eterno. Pocas veces he podido presenciar de
mejor manera lo que es un instante profundo de felicidad.
[1] En chileno,
poner esfuerzo.
[2] Traducción
del chileno al español de Castilla La Mancha: “Vaya un consejo en serio ahora
para el que quiera: hay que medirse para beber sin propasarse pues señor. Yo
por ejemplo del estómago hasta el mentón hago seis litros y cuarto, sin
envase”.
[3] Combinación
de tomate, ajo, ají picante, cebolla y cilantro o perejil. En méxico algo
parecido es el pico de gallo y en
Colombia el ogado.
Gran historia, compadre
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