*El chiste de este cuento fue haberlo escrito un par de meses antes del real deceso de Diomedes. De hecho, como se podrá leer a lo largo del relato, me lo imaginaba bastante más viejito para el fátidico instante. Por lo demás, creo que la descripción de las exequias no disto mucho de como fueron realmente. Fallecido ya el "Charly Garcia" del Vallenato, quede este relato como una suerte de saludo postumo al Papá de los pollitos.
Diomedes Días. Dios me de
días. Dios te dio días Diomedes. Probablemente, mucho más de los que varios
pretendidos ajusticiadores te hubieran concedido ó, al menos, sin ser estos
dioses o sicarios, muchos más días de los que finalmente viviste en tu ley, la
de la eterna parranda. Bien sabido es que tu nombre es un alegoría de tu
existencia. Todo el mundo que te conoció supo que tu mayor temor era el de la
muerte, tu propia muerte. Con genuina preocupación y tiritones en el cuerpo (no
sabemos si del guayabo, del miedo, o
de la mezcla de ambos), el papá de los
pollitos daba cuenta premonitoria de su muerte en una célebre entrevista
que circula por YouTube:
“Enterrado, abajo de la tierra, con esos calores que hacen ahora”.
Pero por mucho temor
que se le tenga a la muerte, la pulsión del miedo no puede hacer más que
retardar el fatídico momento.
Aunque se te considera un inmortal del Vallenato, eso no es más que una
lisonja Diomedes, o como mucho algo que solo hace referencia la permanencia de
tu música y figura en el recuerdo de tus admiradores que siguen con vida. La
muerte nos llega a todos Diomedes, también a ti. La muerte te llego tarde viejo
Diomedes, como quién dice, cuando ya estabas jugando el tiempo suplementario
del partido. No se si calificar tu longevidad como una bendición o, al
contrario, como una maldición; el caso es que así sucedió nada más, cosa que
supongo, tu ser mortal, agradeció en cada fiesta. Y es que toda la vida, como ya
dije viviste al amparo de tu ley, dándole duro al guaro (y quién sabe a cuanto más), animando las parrandas del valle
con tu canto. En tus últimos años, ya tus manos y piernas temblaban y no
precisamente al ritmo de la música. Tenías la mitad de tu rostro paralizada,
casi igual que el cantante de los
cantantes, Héctor Lavoe, en sus últimos días. Para la edad que tenías justo
antes de visitar el patio de los callaos,
eran pocas las arrugas que se te veían. Se bien que eso no se debió a ningún
milagro de la Virgen del Carmen ni intervención divina que se le asemeje.
Sabemos, viejo diablo y vanidoso, que hiciste trampa y se te término pasando la
mano igual que a la Duquesa de Alba, pues si bien las cirugías estéticas
rejuvenecieron tu rostro, lo hicieron a costa de un alto precio –y no me
refiero al billete- sino que a la transformación-deformación de tus facciones
que te transformaron casi en un Michael Jackson del vallenato. Lo que tu rostro escondía lo mostraba
en cambio –y sin disimulo- el
resto de tu cuerpo. Además de los tiritones, o por causa de los mismos, te
llevaban de lado a lado en una silla de ruedas especialmente diseñada para tus
necesidades, pues contaba con inscripciones en diamante con tu nombre en la
parte trasera de la silla y como no, con un posa-botellas en cada baranda de
manos; una para el agua y la otra para el aguardientico,
pues, viejo diablo, ni en tu peor estado renunciaste a tus placeres, aunque ya
la cirrosis te consumiera el hígado. Hay quién dice que en la privacidad de tu
camarín hasta te ponías tampones con alcohol por el ojete, para que el licor
llegase directamente al torrente sanguíneo y así quedar instantáneamente
borracho sin hacer trabajar horas extras a tu maltratado hígado.
Igual que Sandro, quién de
pie en el escenario, junto al binomio compuesto por un tubo de oxigeno con
respirador y a su infaltable cigarrito echando humo, le cantaba a las
extasiadas viejecitas que le idolatraban, se desmayaban, le lanzaban rosas
rojas y hasta los calzones al escenario; ó como Luchito Barrios, sudando mares
y apretujado como morcilla en sus trajes llenos de bisutería, bebiéndose un
pisquito al seco –¡Chupa, chupa! decía
él- preparándose para entonar Marabú,
amenizando una parrillada bailable en el Balcón
de Mario de Antofagasta; igualito
que esos grandes pasaste tus últimos días por la tierra, brindando con el alma, tiembla que tiembla a bordo de tu particular
silla de ruedas, en un edición más del Festival de la Leyenda Vallenata de
Valledupar. No hubo ajustes de cuentas (que, sabemos, pudo haberlos habido); no
hubo sicarios ni balaceras como la que en cambio le quitó la vida a tu paisano
Rafael Orozco; la muerte fue piadosa contigo y sencillamente te visito después
de una parranda, mientras dormías pasando el guayabo.
Los funerales de tus restos
mortales fueron mucho más apoteósicos de como los imaginaste en vida. Ni el Joe
Arroyo tuvo los mares y mares de
personas que se congregaron para darte su último adiós. Personas venidas de
todas las ciudades y pueblos de Colombia, hasta de las comarcas más recónditas
imaginables, aquellas donde el diablo
perdió el poncho; personas incluso venidas desde el vecino país de
Venezuela, en cuya Guajira comparten el amor por el folclor vallenato,
marcharon en fervorosa procesión rumbo al cementerio municipal de La Junta
-ciudad de la que fuiste “el Cacique”-. Liderando la romería estaba toda tu
familia y tus compañeros de parranda venidos de todos los estamentos sociales:
colegas de profesión, políticos, policías, jueces, paramilitares y un casi infinito
etcétera. Los más privilegiados por tu cariño pegados iban a tu carroza
mortuoria que fue un de alguna manera un compendio de tu vida: una destartalada
carreta empujada por dos burras que cargaban el ataúd más ostentoso del que mi
memoria tenga recuerdo: cubierto enteramente de oro blanco; equipado de asas de
oro -en este caso de color dorado-
e incrustaciones de diamante que dibujaban tu nombre, con una tipografía
que asemejaba la tradicional inscripción de las camisetas de béisbol de los New York Yankees, dispuestos tanto en
los laterales como en la parte delantera-superior de tu último refugio. También
en la parte delantera-superior había un vidrio blindado que permitía contemplar
por última vez la luz de tu rostro, adecuadamente maquillado para la ocasión,
exaltando una gran sonrisa que mostraba radiante tu legendario diente
recubierto de diamantes. Por delante de la carroza mortuoria desfilaban juntos
dos imágenes enormes: una de tu rostro, perteneciente a los mejores años de tu
carrera musical y, al lado de ella, la de tu venerada Virgen del Carmen.
Ya en el cementerio, no
faltaron -tal como presentiste- los pelaitos
vendiendo dulces de guayaba, jugo de tamarindo, carimañolas, empanadas vallunas, arepas de huevo y todas las
delicias culinarias que devoraste en vida y dieron el sello distintivo del
valle a un acontecimiento popular tan importante como lo fue tu despedida
Diomedes, el máximo ídolo del departamento del Cesar. No fue solo una docena de
viejas las que te lloraron jurándote
amor incondicional, sino al menos una docena de miles, claro está que muchas
más imaginarias que reales amantes tuyas. La familia vallenata en toda su
extensión te rindió pleitesía canturreando muchas de tus más recordadas
canciones. Dos de tus pelaitos consentidos,
Silvestre Dangond y tu hijo Rafael Santos, entonaron entre lágrimas y sorbos de
guaro aquella emocionada canción que
le dedicaste a este último, Mi muchacho. Nunca
escuché -ni siquiera a ti- una versión cantada con más sentimiento que aquella
que en esa noche cantaron estos dos legatarios tuyos.
Ya estas en el más allá
Diomedes, ¿Te lo imaginabas así? Aunque no tuviste ocasión de elegir el día de
tu muerte (eso solo pasa con el suicidio y la eutanasia), diría que podrías
estar satisfecho con los efectos terrestres de tu muerte pues, si bien,
desconozco si se cumplió tu propósito de hacer un bien al morirte (pues sin
dudas dejaste a mucha gente apenada con tu muerte), la mayoría para tu fortuna
te recuerda con cariño, manteniendo viva la llama del folclor vallenato, sin
casi recordar los episodios oscuros de tus horas más bajas. Lastima que allá
arriba, abajo o en la dimensión que sea donde ahora vaga tu alma, no tengas la
compañía de aquellas legiones de fanáticos que te vanagloriaban recordando
únicamente los buenos momentos. Tu alma ahora vagabundea solitaria en un
inmenso desierto, más grande que la Guajira, el Sahara y desierto de Atacama
juntos.
No se avizora ningún rastro
de parranda que precise de tu buen cantar para sabrosear aquella etérea
existencia. Pese a que ahora estas más sólo de lo que lo estuviste jamás en tu
vida tan colmada de dichosos recuerdos, y aunque no tienes a ninguno de tus
enemigos en frente de ti, en esta soledad no son precisamente los buenos
momentos los que se apoderan de tu memoria, sino que por el contrario, tu
consciencia, que silenciada permaneció en vida, regocijada en los halagos de tu
público y de tus compañeros de parranda, traicioneramente se encapricha ahora
contigo, volviendo miserable el deambular de tu alma por aquel inhóspito
paraje. El verso de Por eso es que la
vida es un baile, que con el tiempo damos la vuelta perteneciente a tu
canción Mi muchacho, resuena bien
fuerte en todo tu ser, solo que en un sentido bien distinto al que tu le diste
al componerla. En medio de esta nada o de este todo en el que deambulas, no
haces más que implorarle a la Virgen del Carmen que te saque de ahí, o que al
menos te conceda el milagro de hacer selectivos tus recuerdos, repletándolos
únicamente de los buenos momentos de las parrandas o de los momentos de amor
con las viejas que te regalaron su
cariño y no así de las oscuras imágenes que te invaden. Tu canto y plegarias al
Divino y a la Virgen del Carmen, sin embargo, no encuentra respuesta alguna,
solamente la muda respuesta del silencio de la nada que ocupa toda la
inmensidad que habitas. ¿Será que estas en el purgatorio?, ¿O Acaso, peor, en
el infierno? El cielo desde luego no parece ser. No lo sé Diomedes, igual que
mientras vivías, los misterios siguen siendo los misterios, y las grandes
preguntas, aunque ostensiblemente menores en cantidad que la infinitud de
respuestas existentes y por existir, que se esbozan para responderlas, siguen
sin acertar ni parcial ni completamente, siendo nada más que insignificantes y
consoladoras tentativas que alivian en parte la angustia existencial. Lo que sé
con un grado mayor de certidumbre es que tu condición actual te atormenta, eso
esta clarito como el agua. Siempre estuviste lleno de respuestas, seguridades y
lisonjas suspirando a tus oídos. Hasta en tus peores tiempos en los que tuviste
que pasar una temporada en prisión evadiste la experiencia de la soledad. Aquel
tiempo, vivido en otras condiciones, pudo haber sido un buen apronte para lo
que ahora te pasa, pero como ya he dicho, ni allí las lisonjas te fueron
escasas, ya que hasta en tu celda (si es que se le puede llamar así a una
habitación llena de lujos y compañía deseada) se armaba el parrandón con el que evitaste cualquier asomo de mala consciencia.
Ahora que lo pienso bien, creo que tu miedo mayor no era hacia muerte, o a la
muerte en si misma, sino que a una de sus posibles derivas que en vida siempre
pudiste evadir: la soledad.
Parece una broma cruel del
destino. En el fondo tu dueño soy yo es
ahora el verso que resuena en tu memoria vallenatera. Aquel verso tan machista es el favorito de la lista de
reproducción de tu consciencia que te lo tararea una y otra vez. Parece ser que
todo tu cancionero se vuelve contra ti. Por un instante en tu solitaria
procesión te parece ver y oír en la lejanía a tu viejo acordionero Juancho Rois batiéndose a duelo vallenato con Marciano
Martínez, mientras que frente a ellos se ve una pelaita asomada en un balcón con la carita llena de ilusión, parándole oreja al Rafa Orozco y al
Pollo Isra, El Binomio de Oro, que le
cantan con sentimiento la serenata Enamorado
de Ti. Corres, vuelas o flotas –no se como calificar apropiadamente el
vagabundear de tu alma- hacia tu
cofradía de vallenateros, pero no son más que espejismos que se desvanecen en
tanto te acercas, cuales pompas de jabón.
Darías todo por, a lo menos,
ver esas escenas bonitas del cariño del pueblo vallenatero despidiéndote que te
cuento, pero en este estado, espacio y tiempo en el que te encuentras (si es
que las leyes de la física sirven para significar eso que habitas), no existe ningún tipo de pantalla o dispositivo
que se le asemeje para mostrarte lo que pasa en el mundo en el que viviste. Ni
siquiera tu imaginación te puede regocijar con una bella fantasía de aquellos
instantes, pues tu consciencia no para de tortutararearte
musical y sensorialmente. Ni si quiera puedes leer u oír esta prosa que escribo
narrando los acontecimientos finales de tu despedida pues yo, que no soy Dios,
sino tan sólo un simple mortal que imaginariamente escribe pensando en el día
de tu muerte, no tengo acceso –ni el propósito de inventármelo- a aquella
prisión etérea que por medio de la pluma, o más bien dicho, del ordenador,
constituye hoy tu morada. Pensándolo un poco mejor creo que tu miedo mayor
tampoco lo era la soledad en si misma; tu miedo mayor debió haber sido el
efecto, en tu caso adverso, de la soledad, representado por el machaque
claustrofóbico del recuerdo persistente de tus malas acciones sin el analgésico
de tu aduladora compañía que lograba invisibilizar aquellos episodios.
Intuyo que si el más allá (si
es que lo hay) es ligeramente parecido a mi ensoñación, las cosas no te irán
mucho mejor de cómo las narro. Pienso que ya no podrás cantar esos versos que
tantas carcajadas me causan cada vez que los escucho: Me voy porque tenemos que seguir la parranda (…) mañana en la mañana
paso por aquí, me guardas pal guayabo un jugo de naranja. No habrá parranda
que seguir, ni tampoco una morenita que
te guarde un juguito para pasar el guayabo.
Lo que si habrá, me temo Diomedes, es este último, el guayabo (en mexicano cruda, en
chileno caña y en español de España, resaca, por nombrar las acepciones que
conozco). Este guayabo no será, temo,
aquel que te solía visitar después de una noche de parranda aderezada de mucho consumo
guaro, sino que será el más temible
de todos, el guayabo moral, que, para
el mayor de mis pesares forzosamente educado en la tradición judeo-cristiana,
es posible que dure toda la eternidad.
Diomedes Días. Dios me de
días ¡¡Noooo!! Ya te puedo oír pactando con el de cachos y sempiterno olor a
azufre el cambio de tu nombre a Diomedes Paz, Alivio o Misericordia.

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