viernes, 21 de marzo de 2014

ME GUSTA EL VINO, PORQUE EL VINO ES BUENO





*Este relato alguna vez lo envie a un concurso auspiciado por la denominación de origen de vinos de la mancha para el que, precisamente, algún aspecto de su contenido tenía que aludir a esta clase de vino, lo cual explica las forzadas alusiones a este tipo de vino, en un relato en el que este licor no es más que el pretexto para contar una pequeña anécdota que tuve la suerte de vivir y de la que lamento mi capacidad narrativa para no poder evocar cuan mágico fue aquel instante. Demás esta decir que nunca tuve noticias del concurso pues de seguro hubo mucho mejores relatos dignos de ser premiados, aunque tengo mis dudas de que sea cuales fueran los hechos que narracen, dificilmente podrían superar en emoción la especificidad del instante vivido, al cual, por cierto, esta narración no le hace justicia.
Me gusta el vino porque el vino es bueno, dice la canción de Tito Fernández “el Temucano”. Se preguntará Ud., con justa razón, Señor lector no chileno, quién carajos es este Tito Fernández, que no le suena para nada y mucho menos su aparatoso pseudónimo. Habría que decir que este inicio del relato con total seguridad pierde su chispa si el lector, al igual que quien escribe, es chileno, pues allí si que no le sonaría extraño aquel nombre y apodo. Misma perdida de chispa ocurriría en el caso de un no chileno que, probablemente a propósito de la amistad con algún chileno con nostalgias de su país, lo hubiese bombardeado a canciones del temucano. El caso es que yo te puedo contar, mi estimado lector no chileno, que Tito Fernández es un cantautor chileno oriundo de Temuco (de allí lo de “el Temucano” que es el gentilicio de aquella sureña ciudad), bien dado al rescate de las raíces folclóricas de mi país y que podríamos calificar en términos campechanos, más allá de sus dotes de folclorista, como un roto chileno bueno para el pipeño.
Tan borrachito nos salio don Tito que no pudo más que expresar su sincero amor al vino a través de «Me gusta el vino», esa canción que es una verdadera oda al dulce fruto de la vid. Este tema es con toda probabilidad una de las canciones que más suenan de su abultado repertorio, junto a otras como «La casa nueva» o mi favorita, «La madre del cordero». En cada cual se cuentan historias distintas, cuyo sustrato común (si es que lo hay) consiste en la alegoría de la vida popular chilena en la esfera privada. La vida de los que quienes, con aprecio, se reconocen como “rotos chilenos”: personas sencillas de vidas a veces un tanto duras, pero que acostumbrados a saber que lo bueno siempre cuesta, le ponen ñeque[1] a la vida, sin agachar el moño. Pese a la duro de estas existencias, los rotos saben hacer prevalecer la alegría en sus vidas, de manera que gran parte de ese sustrato popular común lo pueblan recuerdos gratos: de festividad familiar ante la inauguración de una casa nueva, que, aunque no es más que una barraca comparada con otras que si se llaman casas, no deja de ser por ello el hogar de reunión familiar; o bien, recuerdos del jolgorio en la casa patronal que parece chingana, aprestándose a recibir de vuelta a la niña Rosa, el amor imposible del peón Venancio e hija de Don Guille, el patrón del fundo. 
Tanto en las penas como en las alegrías narradas por don Tito, siempre está presente el vino, sea en chuico, damajuana, botella, tasa, vaso o copa. Tinto de preferencia, desahogando (o ahogando) las penas y desatando la alegría en los efímeros pero a la vez eternos momentos de felicidad. Demás esta decir que, cuando más intensos son estas penas y alegrías, mayor suele ser la ingesta del brebaje del viñedo. Por eso es que  don Tito nos advierte:  “Vaya un consejo en serio ahora pa’l que quiera: hay que medirse pa’ tomar sin propasarse pu’ eñor. Yo por ejemplo de la guata hasta la pera hago seis litros y cuarto, sin envase”[2].
Más allá de las bromas asociadas a la remembranza del entrañable cancionero de don Tito, no quiero perder de vista que este cuento lo escribo con el paladar aromatizado por la calidez de los taninos del buen vino con denominación de origen en La Mancha, el viñedo de Europa, con mi mente y mis manos dispuestas a elevar su exquisita compañía hasta el mismísimo Olimpo. Por eso es que, desde aquí, viene el giro de estas divagaciones que entrelazarán al temucano, a Chile, al vino tinto manchego, a España y a mi sorpresivo invitado estrella proveniente del Ecuador.
Estábamos, como todos los años, celebrando las fiestas patrias chilenas en nuestro pequeño refugio chileno familiar de Madrid, que aun alejado de mi denominación de origen, persigue en esos días evocar todo de cuanto disfrutamos en Chile por esas fechas, de manera que no falto el buen pebre[3] cuchareado y las empanadas chirriando calentitas recién salidas del horno.
Acostumbro para estas celebraciones invitar amigos de la nacionalidad que sean para así gozar de la buena mesa y de la amistad, que mucho más que  la “independencia”, son las cosas que evocan en mi los dieciochos de Septiembre. Acudió a la invitación de aquella ocasión Poncho, un buen amigo del Ecuador. Con las empanadas y el pebre chileno servido en la mesa nos dispusimos ya a merendar. Para catalizar la alegría de la velada, que mejor que el vino. A falta del vino chileno, tan difícil y caro de pillar, bien nos apaño un buen tinto de La Mancha. La fiesta la completaban otros tantos amigos y el sentimental acompañamiento del sonido de algunos discos de vinilos de todos los estilos que desde hace unos años llevo coleccionado por doquiera que voy. Ese día, como era de esperar, la hegemonía la tuvo la música chilena. Así, la aguja del tocadiscos se deslizo por los surcos de Buddy Richard en directo desde el Astor, por la líneas alegres de las cumbias chilombianas de Chico Trujillo y por las de sus antepasados musicales, La Orquesta Huambaly y su cantante Humberto Lozán, que tantas fiestas de mis abuelitos en la flor de sus vidas amenizaron con sus mambos y chachachás. No faltaron tampoco, claro está, las cuecas y tonadas en la voz de Violeta Parra acompañada de su progenie y de Víctor Jara.  Pero la fiesta patria para mi no habría estado completa de no haber sonado don Tito. Puse entonces su ópera prima, el disco homónimo Tito Fernández “el Temucano”. Desfilo primero la cara A del disco, cargada de ingeniosas canciones como aquel relato de un partido de fútbol jugado por animales de todo tipo llamada «Cero a Cero» y mi favorita de siempre, aquella epopeya romántica y social llamada «La madre del cordero». Se acabo la cara A, llegó el turno de darle la vuelta y fue en aquel preciso momento cuando llegó el clímax de la jornada. Empezaron a sonar los compases de «La casa nueva» cuando vi la cara de Poncho saltar de la alegría distendida a la emoción más profunda. Tras un sorbo de vino, vi brotar las primeras lágrimas cuando escuchó aquél bello estribillo de los viejos regocijados danzando un valsecito añejo: Déjame bailar contigo la alegría linda del último vals, amor, amor. Vamos a vivir unidos en este minuto nuestra eternidad, amor, amor. Déjame mirar tus ojos recordando tiempos que no volverán, amor, amor. Déjame saber es cierto que nadie nos quita la felicidad, amor, amor.
La canción es linda, sí. Emotiva también lo es, más aun cuando estamos en los tijerales de una casa, fruto de largos años de esfuerzos. Pero esta vez no era el caso y de allí que me quedase perplejo por el arrebato de sentimientos que se apoderaron de Poncho.
Ponchito, calculo ya de unos treinta y cinco años de edad, no había oído aquella canción desde sus casi diez años de edad. Todas aquellas veces que Ponchito había escuchado esta canción en su niñez, lo había hecho acompañado de su amado padre, que en paz descanse, quién adoraba oír aquella melodía con su hijo sentado sobre sus piernas, disfrutando de la eternidad de aquel instante. Después de oír su relato lo entendimos todo: por eso lloró Ponchito y por eso lloramos todos con él, imaginando aquella escena y recordando probablemente cada uno de los comensales los buenos momentos que junto a nuestros viejitos pasamos; instantes que sencillos pero a la vez intensos como los de la escena evocada, se nos grabaron en nuestras memorias. Agradecido como pocas veces he visto a persona alguna, Ponchito me abrazó afectuosamente y se desahogó contándome cuantos años y esfuerzos había invertido en intentar recordar el nombre de aquella canción. Inesperadamente y por arte de magia, probablemente invocada por obra y gracia del vino en aquella calurosa tarde madrileña, contemple y compartí regocijado aquel minuto vivido intensamente por Poncho como si fuese eterno. Pocas veces he podido presenciar de mejor manera lo que es un instante profundo de felicidad.  


[1] En chileno, poner esfuerzo.
[2] Traducción del chileno al español de Castilla La Mancha: “Vaya un consejo en serio ahora para el que quiera: hay que medirse para beber sin propasarse pues señor. Yo por ejemplo del estómago hasta el mentón hago seis litros y cuarto, sin envase”.
[3] Combinación de tomate, ajo, ají picante, cebolla y cilantro o perejil. En méxico algo parecido es el pico de gallo y en Colombia el ogado.

viernes, 14 de marzo de 2014

HERMENÉUTICAS DE LA CANTORA DE TONADAS.





Este ensayo originalmente fue publicado (con algunas correcciones de menos) en el Nº5 de "Cuadernos de Literatura Jurídica", de diciembre de 2011, de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Autonoma Benito Juarez de Oaxaca, México.



HERMENÉUTICAS DE LA CANTORA DE TONADAS.
Me estremecieron mujeres
que la historia anotó entre laureles.
Y otras desconocidas, gigantes,
que no hay libro que las aguante

Introducción.
Siguiendo el tenor de los dos últimos versos de la estrofa escogida del tema “Mujeres” del cantautor cubano Silvio Rodríguez Domínguez, la preocupación de esta investigación se inscribe en la idea del rescate de una forma de feminidad latinoamericana que se desliga de los estudios tradicionales sobre personajes femeninos fuertes de este continente. Algunas de las constantes habituales en los estudios de la mujer hispanoamericana tienen que ver con la ascendencia de estas mujeres (normalmente aristocrático o altamente burgués), condición social y económica que decididamente les posibilita el espacio para la creación y para la consecuente autorrealización. Sin embargo, mi propósito aquí es abordar otro tipo de realización personal, otra posibilidad de habitar el cuerpo que, ciertamente, se condice mucho más con la realidad habitual de la mujer latinoamericana: la propuesta así introducida consiste en ir al rescate de unas cuantas “desconocidas gigantes”. Hablaré de la cantora popular de tonadas en Chile: una mujer nacida habitualmente en el campo, sometida a condiciones de menesterosidad social profundas. Estas dificiles condiciones tienen su origen en el escenario de pobreza propio de los peones de campo, habituados a trabajar duramente la tierra del patrón a cambio de lo estrictamente necesario para la subsistencia, situación que constituye un marco social desalentador que se ve agigantado todavía más por la situación de un intensificado patriarcado del campesinado, en el cual el hombre permanece atado de manera fuerte a las costumbres sociales machistas, ofreciendo una resistencia mucho mayor al cambio de perspectiva en este pensamiento y mostrándose consecuentemente mucho más duro en el trato hacia el género femenino, no solo compuesto por el habitual repertorio de violencia activa, sino que inclusive compuesto por una especial indiferencia carente de la más mínima dosis de afectividad en muchos casos. 
Distinto de lo que podría pensarse, está mujer, que padece este desdichado marco existencial, no se doblega y hace frente a la vida: creciendo con gran esfuerzo a sus habitualmente numerosos hijos y encargándose además de todas las labores domésticas (que en el campo crecen exponencialmente). Lo significativo es que, aún considerados los inconvenientes reseñados y el arduo trabajo que tiene esta mujer por delante para enfrentar esos inconvenientes, logra conquistar un espacio propio, transformando su espacio doméstico en un espacio para la creación de las manifestaciones del canto de la tonada y también de la creación artesanal de manualidades. Todas estas expresiones creadoras en ningún caso representan un mero pasatiempo, pues se verá que, en muchos casos, aquel canto cumplirá un importante rol en esta sociedad agraria, que dará paso a que la cantora se sobreponga de su habitual rincón privado para adquirir una protagónica presencia en el espacio público, sin olvidar que además sus creaciones artesanales y su canto serán también un importante medio de subsistencia económica para estos hogares. Aunque sobretodo, será la creación artística a nivel espiritual un arte mayor: constituirá el calor confortante y la luz en medio de las tinieblas ante el frío profundo que le invade producto de esta menesterosidad existencial, representando esta metáfora del frío y el abrigo una característica existencial de esta mujer, situación que va desde las más anónimas cantoras hasta la más ilustre de todas, Violeta Parra, quien incluso, abandonado el mundo campesino de su niñez y abiertas sus alas al mundo, no dejo, sin embargo, la fuerza vital de la cantora campesina y su particular manera de hacer frente al mundo y  de concebir su creación artística como el remedio a sus tormentos. De hecho decía la Violeta (y será aplicable esto a las demás cantoras): “Es terrible la vida, pero por suerte tengo la costumbre de curar yo misma mis heridas”[1]
La tonada: el cuarto propio y refugio de la cantora campesina chilena.
Nos dice Margot Loyola, quizás la más importante investigadora de la música folkloirca chilena que si hay un género musical por antonomasia chileno, ese ha de ser la tonada. Expresión musical nacida en el Chile profundo, en el campo, la tonada tiene una maravillosa particularidad, en cuanto a ser un arte que originalmente fue desarrollado casi por completo por la mujer. Por eso mismo es que cualquier estudio serio que tenga por objeto descifrar lo que es la tonada, ha de partir por el estudio serio de la memoria viva de quienes han sido las cultoras de este arte, es decir, las cantoras. Eso fue precisamente lo que hizo Loyola en su obra La Tonada: memorias para el futuro. Este ensayo, en cambio, propone un giro a la inversa: hacer un estudio hermenéutico de la mujer cantora desde la tonada para de aquella manera desentrañar hasta que punto esta expresión artística consolida una determinada manera de ser y estar en el mundo: “La tonada así suple la función de dar a luz aspectos de la identidad, la construcción de clases sociales y modos de supervivencia que no pueden aportar los textos de la historia oficial”[2].  
Hecha tal precisión, conviene entonces comenzar por el modo de aprendizaje mismo de la tonada, el cual principia inclusive desde antes del nacimiento biológico de la persona de la cantora: “penetró en mi lentamente desde el vientre de mi madre, porque ella también la cantaba para llenar sus soledades”[3] confiesa Margot Loyola, a su vez que el canto y también las destrezas en la creación artesanal de manualidades resultan ser expresiones aprendidas de generación en generación, de la abuela a la nieta, de la madre a la hija, etc., “así lo atestiguan muchas cantoras cuando nos dicen ´aprendí de mi mamita` o ´aprendí de una señora antigua`, o también ´una hermana mayor me enseño y con otra hermana cantábamos a tres guitarras`”[4].  Estos testimonios evidencian un profundo sentido de sororiedad generacional. Pero, ¿Por qué esta solidaridad eminentemente femenina para la enseñanza del canto de generación en generación? La respuesta quizás esta en las motivaciones variopintas que conducen a la cantora a buscar refugio en la tonada: “para que no se vaya lo de antes, para recordar los antepasados, para seguir viviendo en la tonada (…) También son muchas las mujeres que han combatido su soledad, la pena de una vida de incomprensiones o de una existencia insatisfecha cantando tonadas”[5]. Sin duda alguna, la condición de menesterosidad social aunada a un patriarcado intenso del campesinado, ambas situaciones explicitadas en la introducción, contribuyen decididamente a esta sororiedad. 
De todas maneras, y en razón de los testimonios de vida que conozco, me inclino a pensar que normalmente no es una u otra motivación por si solas las que inciden en esta enseñanza, sino que más bien serían todas las anteriores e inclusive otras más que probablemente confluyen unidas para dar voz a la cantora. Por una parte, es cierto que un país de características perdidamente insulares como es Chile, que limita hacia el oeste por el océano pacífico, al este con la cordillera de los andes,  con el desierto de Atacama hacia el norte, con el mismísimo fin del mundo hacia el sur y que mas encima limita "al centro de la injusticia" como canta la Violeta; obligo a que la tonada se asentase por largo tiempo unicamente por medio de la tradición oral, en un entorno campesino premoderno. Pero la globalización llega todas partes y pese ello, esta tradición persevera en existir.  El milagro de la pervivencia de este arte pese a los enormes cambios globales convierte a la tonada en un tesoro cutural sustancial pues más allá de una estética constituye un tejido identitario sustancial hasta el día de hoy para sus cultoras. Por otra parte, pienso en la otra motivación referida a la existencia desdichada, y me propongo enmendar en cierta medida  mis palabras reformulando una hipótesis: he señalado en la introducción que, a pesar del marco existencial complejo, las cantoras encontraban el espacio para el desarrollo de esta manifestación artística. Creo que en lugar de aquel "a pesar" formulado gramaticalmente, más bien cabría un "por causa" de en vista de algunos elementos presentes en la tonada. Sustentaré esta posición en base a la temática misma de la tonada y también en base a algunos de los testimonios de vida de algunas cantoras.  Así, analizaré primero que sucede en las temáticas que abundan en la tonada: “lo amatorio aparece con fuerza arrolladora (…) pero se trata de un amor de carácter desengañado; no hay alegría en el amor, ni hay correspondencia, sino traición, ausencia, frustración, a la que no siempre se responde con resignación”[6]. Analizado este aspecto de manera inmejorable por Margot Loyola, veamos pues el fragmento de una tonada que Doña Francisca González le regalase a la investigadora a la orilla de un camino: 
Yo tuve una nave mía/ de mi lado se me fue/ todos los días la siento/ la siento y la lloraré/ Que llanto tan insensible/ que martirio tan penoso/ todo el mundo está regado/ de agua que derraman mis ojos/ De agua que derraman mis ojos/ estoy fabricando un  mar/ donde lloro noche y día/ cuando no te puedo hablar. 
Ningún asomo de alegría aparece en estas décimas, “el dolor había sido implacable con ella[7].
Y es así como pasamos al testimonio de esta cantora: su hijo había muerto de una tuberculosis agravada por la falta de comida, e inclusive había dejado de cantar porque su guitarra la vendió un día para comprar harina. Los dolores suman y siguen a continuación en el  testimonio de Doña Juana Chávez: “tengo siete hijos y no sé lo que es un beso”, en alusión a la absoluta falta de cariño de parte de su marido[8].
Pese a este primer asomo motivacional de la tonada, el refugio del canto ha logrado ir más allá de ser solo un antídoto a los lamentos privados de estas mujeres, resultando injusto ponderar a la tonada solo por esta potencialidad, puesto que además ha cumplido un gravitante rol social, haciendo que esta mujer, habitualmente enclaustrada en su espacio familiar, tenga presencia y repercusión en el espacio público. Cantando arriba de la parva animando a los trabajadores de la trilla, amenizando en los rodeos, mingacos o vendimias, o canalizando la tristeza por la muerte de un infante en los velorios de angelitos, la cantora adquiere protagonismo en su entorno social y en la vida pública de este, guiada por su intrínseco sentimiento de sororiedad y más que ello de solidaridad, pues esta función efectivamente nace de una solidaridad propiamente femenina, pero que va hacia toda su comunidad sin distinción de género[9].  

Violeta Parra y sus claroscuros.
Llegados a este punto se podría llegar a pensar que estos conceptos tan solo sirven para dibujar los aspectos de lo que es la tonada campesina, fundamentalmente por la particularidad de la vida de sus cultoras y en cambio, inútiles para conceptualizar la tonada popular de artistas consagradas. Pero sería un grueso error pensar así pues, al parecer, en cualquier circunstancia y sin distinción entre las desconocidas gigantes y aquellas que la historia anotó entre laureles, la tonada ha servido siempre como la vía de escape a la angustia existencial de la cantora. Pensemos por ejemplo Violeta Parra. La cantora más importante de Chile y una figura a nivel mundial no distaba mucho de estas mujeres. De hecho, pese a que alcanzó la fama dentro y fuera de su tierra, tuvo también el mismo origen humilde de las demás cantoras. Nacida también en el campo, en el seno de una familia humilde y numerosa, de pequeña aprendió el canto andando de camino en camino junto a su guitarra y su hermana Hilda Parra, tocando en donde le dejarán con el fin de juntar algunas monedas que le ayudasen a sobrevivir.  Su carrera artística la hizo lejos del campo, pero solo  físicamente, pues el campo y su forma de ser cantora estuvo siempre muy apegada a aquella tradición carente de conocimientos técnicos de música, forjada únicamente a punta de tradición oral y pasión por el canto, distinto al caso de su comadre Margot Loyola, que no obstante albergar una infinita pasión por la música popular, recibió educación musical técnica y amalgamó aquel aprendizaje en el canto lírico con el cante de la tonada.
 Quizás fue aquel impulso el que hizo que Violeta Parra no solo se ocupase de recopilar las tonadas tradicionales del campo (labor en la que junto a Margot Loyola han sido las más importantes figuras) sino que se dedicará a la composición de sus propias canciones, haciendo crecer a la tonada en posibilidades en, a lo menos, un doble sentido, pues,  
a)    en primer lugar, la angustia existencial de Violeta Parra se abrió a mayores posibilidades temáticas, pues precisamente mayores eran sus tormentos al horrorizarse con la óptica obtenida al dirigir la mirada al país desde la distancia suficiente para valorarle con cierto extrañamiento y objetividad (dentro de la subjetividad que supone el mirar con el amor y la nostalgia siempre a flor de piel por la patria lejana). Como consecuencia de aquel aprendizaje la tonada dejo de ser simplemente la expresión de sentimientos amorosos desengañados (que los siguieron habiendo y ¡de qué manera! con esta cantautora como veremos) para también hacerse con temáticas de denuncia social. Canciones como La Carta, Arauco tiene una pena o Al centro de la injusticia son fiel reflejo de esta nueva impronta que de alguna manera en su tonada Cantores que reflexionan justifica: 
 
Y su conciencia dijo al fin/ "cántale al hombre en su dolor/ en su miseria y su sudor/ y en su motivo de existir."/ Cuando del fondo de su ser/ entendimiento así le habló/ un vino nuevo le endulzó/ las amarguras de su hiel./ Hoy es su canto un azadón/ que le abre surcos al vivir/ a la justicia en su raíz/ y a los raudales de su voz/ En su divina comprensión/ luces brotaban del cantor. 
Esta expansión temática fue desiciva para el nacimiento de lo que se conocería como la Nueva Canción Chilena que hizo una suerte de movimiento de ida y vuelta del folklore tradicional: se dirigió a sus raíces para alimentarse de el, de su tradición oral, de su apego a la tierra y de la estética musical tradicional, pero de vuelta en el sentido de que “dejo de ser expresión anónima para en cambio ser una completa reformulación al tener un autor determinado, intentar interpretar al pueblo y valerse de los medios de comunicación para su divulgación”[10]
b)    En segundo lugar, otra revolución que supuso Violeta Parra en la tonada fue respecto a su riqueza estética. A modo de ejemplo, Alberto Letelier, quien fuera Director de la Revista Musical Chilena señalo respecto de El Gavilán, una de las composiciones más emblemáticas de la hermana de Nicanor Parra, lo siguiente: 
Es un rondó primitivo para voz y guitarra de clima altamente dramático, introducido por el uso de un texto en que ciertas palabras tiene alterado el orden de sus silabas de tal forma que se deshacen en sonido ininteligibles, pero convirtiéndose en un factor de artístico importante, en un franco impresionismo (Gavi, gavi, gavi, gavi, gavi/ Gavilán gavilán/ menti, menti, mentiroso). Frases que repetidas casi sin variación forman periodos que se repiten o alternan para dar la idea de un rondó[11].
No obstante estas innovaciones, la angustia existencial de Violeta Parra, si bien creció en cuanto a su objeto (y con ello, las temáticas de su canto) y en recursos estéticos, no vulnero sustancialmente las temáticas de su producción que igualmente se mantuvo sustancialmente atada a los desengaños amorosos sufridos, marcando así las coordenadas de su cancionero. La jardinera, Maldigo en el alto cielo, Run Run se fue pal´ Norte, por mencionar solo algunas, atestiguan esta situación de una Violeta Parra apasionada que terminó sus últimos años sufriendo por la serpenteante relación sentimental extramarital que mantuvo con Gilbert Favre. Nuevamente, El Gavilán sirve para ilustrar este último aspecto reseñado
Concebido por Violeta como Ballet en un momento de profunda crisis sentimental,   es quizás la expresión más ajustada del drama que sufrió tantas veces en su relación amorosa y donde el hombre (amor, amante, enamorado), cual ave de rapiña, le persigue para comerle las entrañas, que es como decir para esterilizarla en su capacidad de amar o de crear[12].
 
Y es que su capacidad de amar y de crear siempre tan prolífica, que fue tantas veces la cura momentánea a sus dolores, hacia el final de sus días resulto sencillamente insuficiente para salvar a una Violeta umbría por la pena que acabaría cometiendo suicidio. “la belleza y la perfección solo se encuentran en el arte, nada más que allí hay permanencia. Es el arte el que hace olvidar la fuga de la vida”[13] le aconsejo muchas veces su comadre Margot Loyola, pero las fuerzas  abandonaron a Violeta Parra, y aquella luz y calor del amor, a la luz y abrigo de la creación artística, solo conjuraron una neutralización transitoria al ámbito oscuro de enunciación de la cantora, caracterizado en el ámbito privado por la sempiterna presencia del frío anidada en las cartas de amor dirigidas a su gringo Gilbert Favre. Tal presencia del frío en el texto y su consecutiva reiteración carta tras carta, intensificada cada vez más haciendo frente a su némesis calor/amor (de los seres humanos o de su creación artística) fue la antesala de lo que esta metáfora preludiaba: la muerte por aquella ausencia de amor[14], que no obstante supo recoger en sus últimas y más celebradas composiciones -Gracias a la vida y Volver a los 17- el sentido agradecimiento a todo aquello que simbolizó el abrigo en su vida

Conclusiones.
He querido finalizar este trazado dirigiendo mi mirada al proceso creador de Violeta Parra, pues ella, no obstante el tamaño que alcanzo su figura, no disolvió jamás su identificación con el alma campesina de su cultura. Y es que la cultura de la cantora tiene una riqueza enorme, es una verdadera expresión nacida de la mujer, con una larga tradición y que, más que eso, constituye como he dicho insistentemente un modo de ser y estar en el mundo. La tonada le ha salvado la vida a estas mujeres y más que eso les ha brindado un modo de vivir que les ha dado voz en un espacio en el que, esta mujer de cuerpo doblemente deshabitado probablemente no la tendría. Violeta Parra sabía bien eso y por eso dedico su vida a revitalizar su folklore: mediante la recopilación y la retransmisión de sus productos artísticos y por sobre todo con la creación de formas artísticas que contengan una verdad que es el espíritu de esa cultura. “el nuevo público necesita esta verdad creada, porque el mundo tiene pena y esta más confuso que yo misma” le confesaba Violeta Parra en carta a su amado gringo [15]. Mas el rol de Violeta Parra partió de una dolorosa pero cierta premisa: 
Su proyecto no puede desarrollarse sin que las formas artísticas productoras de esta verdad se impregnen de soterrados tonos funerarios, necesarios e inevitables por lo demás, que surgen del hecho histórico constatado por ella misma: que la tradición como fuente de los valores que alimentan la verdad artística tiene su horizonte clausurado y se ha convertido en “casi ya un cadáver”. Por eso la “tristeza” no puede ser desalojada de las formas artísticas[16]
Ya desde mediados del Siglo xx,  Violeta Parra y Margot Loyola, grandes artistas de aquel tiempo, veían venir con el inevitable arribo de la modernidad, vanguardias e incipiente globalización, la muerte del mundo rural como era conocido incluyendo con ella, claro está, la muerte de sus tradiciones. Por ello, la Nueva Canción Chilena y lo que hoy conocemos como tonada son dos expresiones que en si se distinguen de la tradición de la tonada más pura recopilada por Margot Loyola en su obra citada. Aquellos testimonios pertenecen a un grupo de mujeres que poco a poco dejan de existir, así como el mundo social en el que se desarrollaron. Mas, me quedo con la coda del título que Margot ha dado a su obra (memorias para el futuro), pues estas mujeres cantoras, si bien en vías de extinción, han dejado una experiencia de vida que amalgamada a la nuevas expresiones artísticas y a la semillas que la misma Margot Loyola y su comadre Violeta Parra sembraron, bien pueden servir para seguir redefiniendo un arte (como lo hizo configurando aquello que conocemos como Nueva Canción Chilena), y más que eso, para colaborar con su enseñanza en la configuración de las identidades propias de la mujer chilena de los tiempos que corren, en cuanto ha hacerles conscientes y orgullosas de tener verdaderos ejemplos, anónimos y conocidos, de como las desventajas pueden ser doblegadas al punto de adquirir una fuerte significación y vitalidad en el espacio comunitario.



Bibliografía
Fernando Barraza, La nueva generación chilena, Santiago de Chile, Ediciones Quimantú, Colección nosotros los chilenos, 1972.
Alfonso Letelier, “In memoriam Violeta Parra”,  Revista Musical Chilena 100 (Abril-Junio 1969).
Margot Loyola, La tonada: Memorias para el futuro Valparaíso, Chile, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2006.
Leónidas Morales, Carta de amor y sujeto femenino en Chile, siglos XIX y XX, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2003
Carmen Oviedo, Mentira todo lo cierto: tras la huella de Violeta Parra, Santiago de Chile, Editorial Universitaria de Chile, 1990.
Carolina Robertson, “Prólogo”, en Margot Loyola, La tonada: Memorias para el futuro, Valparaíso, Chile, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2006, págs. 18-22.





[1] Carmen Oviedo, Mentira todo lo cierto: tras la huella de Violeta Parra, Santiago de Chile, Editorial Universitaria de Chile, 1990, pág. 80
[2] Carolina Robertson, “Prólogo”, en Margot Loyola, La tonada: Memorias para el futuro, Valparaíso, Chile, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2006, pág. 19.
[3] Margot Loyola, La tonada: Memorias para el futuro Valparaíso, Chile, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2006, Pág. 23.
[4] M. Loyola, La tonada, Pág. 28.
[5] M. Loyola, La tonada, Pág. 28.
[6] M. Loyola, La tonada, Pág. 104.
[7] M. Loyola, La tonada, Págs. 38-39.
[8] M. Loyola, La tonada, Pág. 41.
[9] M. Loyola, La tonada, Págs. 32-33.
[10] Fernando Barraza, La nueva generación chilena, Santiago de Chile, Ediciones Quimantú, Colección nosotros los chilenos, 1972, pág.33.
[11] Alfonso Letelier, “In memoriam Violeta Parra”,  Revista Musical Chilena 100 (Abril-Junio 1969), pág. 111.
[12] C. Oviedo, Mentira todo lo cierto, págs. 75-76.
[13] C. Oviedo, Mentira todo lo cierto, pág. 62.
[14] Leónidas Morales, Carta de amor y sujeto femenino en Chile, siglos XIX y XX, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2003, págs. 84-85.
[15] L. Morales, Carta de amor, pág. 70.
[16] L. Morales, Carta de amor, pág. 71.

jueves, 13 de marzo de 2014

EL ETERNO GUAYABO



*El chiste de este cuento fue haberlo escrito un par de meses antes del real deceso de Diomedes. De hecho, como se podrá leer a lo largo del relato, me lo imaginaba bastante más viejito para el fátidico instante. Por lo demás, creo que la descripción de las exequias no disto mucho de como fueron realmente. Fallecido ya el "Charly Garcia" del Vallenato, quede este relato como una suerte de saludo postumo al Papá de los pollitos.

Diomedes Días. Dios me de días. Dios te dio días Diomedes. Probablemente, mucho más de los que varios pretendidos ajusticiadores te hubieran concedido ó, al menos, sin ser estos dioses o sicarios, muchos más días de los que finalmente viviste en tu ley, la de la eterna parranda. Bien sabido es que tu nombre es un alegoría de tu existencia. Todo el mundo que te conoció supo que tu mayor temor era el de la muerte, tu propia muerte. Con genuina preocupación y tiritones en el cuerpo (no sabemos si del guayabo, del miedo, o de la mezcla de ambos), el papá de los pollitos daba cuenta premonitoria de su muerte en una célebre entrevista que circula por YouTube:  “Enterrado, abajo de la tierra, con esos calores que hacen ahora”.
  Pero por mucho temor que se le tenga a la muerte, la pulsión del miedo no puede hacer más que retardar el fatídico momento.  Aunque se te considera un inmortal del Vallenato, eso no es más que una lisonja Diomedes, o como mucho algo que solo hace referencia la permanencia de tu música y figura en el recuerdo de tus admiradores que siguen con vida. La muerte nos llega a todos Diomedes, también a ti. La muerte te llego tarde viejo Diomedes, como quién dice, cuando ya estabas jugando el tiempo suplementario del partido. No se si calificar tu longevidad como una bendición o, al contrario, como una maldición; el caso es que así sucedió nada más, cosa que supongo, tu ser mortal, agradeció en cada fiesta. Y es que toda la vida, como ya dije viviste al amparo de tu ley, dándole duro al guaro (y quién sabe a cuanto más), animando las parrandas del valle con tu canto. En tus últimos años, ya tus manos y piernas temblaban y no precisamente al ritmo de la música. Tenías la mitad de tu rostro paralizada, casi igual que el cantante de los cantantes, Héctor Lavoe, en sus últimos días. Para la edad que tenías justo antes de visitar el patio de los callaos, eran pocas las arrugas que se te veían. Se bien que eso no se debió a ningún milagro de la Virgen del Carmen ni intervención divina que se le asemeje. Sabemos, viejo diablo y vanidoso, que hiciste trampa y se te término pasando la mano igual que a la Duquesa de Alba, pues si bien las cirugías estéticas rejuvenecieron tu rostro, lo hicieron a costa de un alto precio –y no me refiero al billete- sino que a la transformación-deformación de tus facciones que te transformaron casi en un Michael Jackson del vallenato.  Lo que tu rostro escondía lo mostraba en cambio –y sin disimulo-  el resto de tu cuerpo. Además de los tiritones, o por causa de los mismos, te llevaban de lado a lado en una silla de ruedas especialmente diseñada para tus necesidades, pues contaba con inscripciones en diamante con tu nombre en la parte trasera de la silla y como no, con un posa-botellas en cada baranda de manos; una para el agua y la otra para el aguardientico, pues, viejo diablo, ni en tu peor estado renunciaste a tus placeres, aunque ya la cirrosis te consumiera el hígado. Hay quién dice que en la privacidad de tu camarín hasta te ponías tampones con alcohol por el ojete, para que el licor llegase directamente al torrente sanguíneo y así quedar instantáneamente borracho sin hacer trabajar horas extras a tu maltratado hígado.
Igual que Sandro, quién de pie en el escenario, junto al binomio compuesto por un tubo de oxigeno con respirador y a su infaltable cigarrito echando humo, le cantaba a las extasiadas viejecitas que le idolatraban, se desmayaban, le lanzaban rosas rojas y hasta los calzones al escenario; ó como Luchito Barrios, sudando mares y apretujado como morcilla en sus trajes llenos de bisutería, bebiéndose un pisquito al seco –¡Chupa, chupa! decía él- preparándose para entonar Marabú, amenizando una parrillada bailable en el Balcón de Mario de Antofagasta; igualito que esos grandes pasaste tus últimos días por la tierra, brindando con el alma, tiembla que tiembla a bordo de tu particular silla de ruedas, en un edición más del Festival de la Leyenda Vallenata de Valledupar. No hubo ajustes de cuentas (que, sabemos, pudo haberlos habido); no hubo sicarios ni balaceras como la que en cambio le quitó la vida a tu paisano Rafael Orozco; la muerte fue piadosa contigo y sencillamente te visito después de una parranda, mientras dormías pasando el guayabo.
Los funerales de tus restos mortales fueron mucho más apoteósicos de como los imaginaste en vida. Ni el Joe Arroyo tuvo los mares y mares de personas que se congregaron para darte su último adiós. Personas venidas de todas las ciudades y pueblos de Colombia, hasta de las comarcas más recónditas imaginables, aquellas donde el diablo perdió el poncho; personas incluso venidas desde el vecino país de Venezuela, en cuya Guajira comparten el amor por el folclor vallenato, marcharon en fervorosa procesión rumbo al cementerio municipal de La Junta -ciudad de la que fuiste “el Cacique”-. Liderando la romería estaba toda tu familia y tus compañeros de parranda venidos de todos los estamentos sociales: colegas de profesión, políticos, policías, jueces, paramilitares y un casi infinito etcétera. Los más privilegiados por tu cariño pegados iban a tu carroza mortuoria que fue un de alguna manera un compendio de tu vida: una destartalada carreta empujada por dos burras que cargaban el ataúd más ostentoso del que mi memoria tenga recuerdo: cubierto enteramente de oro blanco; equipado de asas de oro -en este caso de color dorado-  e incrustaciones de diamante que dibujaban tu nombre, con una tipografía que asemejaba la tradicional inscripción de las camisetas de béisbol de los New York Yankees, dispuestos tanto en los laterales como en la parte delantera-superior de tu último refugio. También en la parte delantera-superior había un vidrio blindado que permitía contemplar por última vez la luz de tu rostro, adecuadamente maquillado para la ocasión, exaltando una gran sonrisa que mostraba radiante tu legendario diente recubierto de diamantes. Por delante de la carroza mortuoria desfilaban juntos dos imágenes enormes: una de tu rostro, perteneciente a los mejores años de tu carrera musical y, al lado de ella, la de tu venerada Virgen del Carmen.
Ya en el cementerio, no faltaron -tal como presentiste- los pelaitos vendiendo dulces de guayaba, jugo de tamarindo, carimañolas, empanadas vallunas, arepas de huevo y todas las delicias culinarias que devoraste en vida y dieron el sello distintivo del valle a un acontecimiento popular tan importante como lo fue tu despedida Diomedes, el máximo ídolo del departamento del Cesar. No fue solo una docena de viejas las que te lloraron jurándote amor incondicional, sino al menos una docena de miles, claro está que muchas más imaginarias que reales amantes tuyas. La familia vallenata en toda su extensión te rindió pleitesía canturreando muchas de tus más recordadas canciones. Dos de tus pelaitos consentidos, Silvestre Dangond y tu hijo Rafael Santos, entonaron entre lágrimas y sorbos de guaro aquella emocionada canción que le dedicaste a este último, Mi muchacho. Nunca escuché -ni siquiera a ti- una versión cantada con más sentimiento que aquella que en esa noche cantaron estos dos legatarios tuyos.
Ya estas en el más allá Diomedes, ¿Te lo imaginabas así? Aunque no tuviste ocasión de elegir el día de tu muerte (eso solo pasa con el suicidio y la eutanasia), diría que podrías estar satisfecho con los efectos terrestres de tu muerte pues, si bien, desconozco si se cumplió tu propósito de hacer un bien al morirte (pues sin dudas dejaste a mucha gente apenada con tu muerte), la mayoría para tu fortuna te recuerda con cariño, manteniendo viva la llama del folclor vallenato, sin casi recordar los episodios oscuros de tus horas más bajas. Lastima que allá arriba, abajo o en la dimensión que sea donde ahora vaga tu alma, no tengas la compañía de aquellas legiones de fanáticos que te vanagloriaban recordando únicamente los buenos momentos. Tu alma ahora vagabundea solitaria en un inmenso desierto, más grande que la Guajira, el Sahara y desierto de Atacama juntos.
No se avizora ningún rastro de parranda que precise de tu buen cantar para sabrosear aquella etérea existencia. Pese a que ahora estas más sólo de lo que lo estuviste jamás en tu vida tan colmada de dichosos recuerdos, y aunque no tienes a ninguno de tus enemigos en frente de ti, en esta soledad no son precisamente los buenos momentos los que se apoderan de tu memoria, sino que por el contrario, tu consciencia, que silenciada permaneció en vida, regocijada en los halagos de tu público y de tus compañeros de parranda, traicioneramente se encapricha ahora contigo, volviendo miserable el deambular de tu alma por aquel inhóspito paraje. El verso de Por eso es que la vida es un baile, que con el tiempo damos la vuelta perteneciente a tu canción Mi muchacho, resuena bien fuerte en todo tu ser, solo que en un sentido bien distinto al que tu le diste al componerla. En medio de esta nada o de este todo en el que deambulas, no haces más que implorarle a la Virgen del Carmen que te saque de ahí, o que al menos te conceda el milagro de hacer selectivos tus recuerdos, repletándolos únicamente de los buenos momentos de las parrandas o de los momentos de amor con las viejas que te regalaron su cariño y no así de las oscuras imágenes que te invaden. Tu canto y plegarias al Divino y a la Virgen del Carmen, sin embargo, no encuentra respuesta alguna, solamente la muda respuesta del silencio de la nada que ocupa toda la inmensidad que habitas. ¿Será que estas en el purgatorio?, ¿O Acaso, peor, en el infierno? El cielo desde luego no parece ser. No lo sé Diomedes, igual que mientras vivías, los misterios siguen siendo los misterios, y las grandes preguntas, aunque ostensiblemente menores en cantidad que la infinitud de respuestas existentes y por existir, que se esbozan para responderlas, siguen sin acertar ni parcial ni completamente, siendo nada más que insignificantes y consoladoras tentativas que alivian en parte la angustia existencial. Lo que sé con un grado mayor de certidumbre es que tu condición actual te atormenta, eso esta clarito como el agua. Siempre estuviste lleno de respuestas, seguridades y lisonjas suspirando a tus oídos. Hasta en tus peores tiempos en los que tuviste que pasar una temporada en prisión evadiste la experiencia de la soledad. Aquel tiempo, vivido en otras condiciones, pudo haber sido un buen apronte para lo que ahora te pasa, pero como ya he dicho, ni allí las lisonjas te fueron escasas, ya que hasta en tu celda (si es que se le puede llamar así a una habitación llena de lujos y compañía deseada) se armaba el parrandón con el que evitaste cualquier asomo de mala consciencia. Ahora que lo pienso bien, creo que tu miedo mayor no era hacia muerte, o a la muerte en si misma, sino que a una de sus posibles derivas que en vida siempre pudiste evadir: la soledad. 
Parece una broma cruel del destino. En el fondo tu dueño soy yo es ahora el verso que resuena en tu memoria vallenatera.  Aquel verso tan machista es el favorito de la lista de reproducción de tu consciencia que te lo tararea una y otra vez. Parece ser que todo tu cancionero se vuelve contra ti. Por un instante en tu solitaria procesión te parece ver y oír en la lejanía a tu viejo acordionero Juancho Rois batiéndose a duelo vallenato con Marciano Martínez, mientras que frente a ellos se ve una pelaita asomada en un balcón con la carita llena de ilusión, parándole oreja al Rafa Orozco y al Pollo Isra, El Binomio de Oro, que le cantan con sentimiento la serenata Enamorado de Ti. Corres, vuelas o flotas –no se como calificar apropiadamente el vagabundear de tu alma-  hacia tu cofradía de vallenateros, pero no son más que espejismos que se desvanecen en tanto te acercas, cuales pompas de jabón.
Darías todo por, a lo menos, ver esas escenas bonitas del cariño del pueblo vallenatero despidiéndote que te cuento, pero en este estado, espacio y tiempo en el que te encuentras (si es que las leyes de la física sirven para significar eso que habitas), no existe ningún tipo de pantalla o dispositivo que se le asemeje para mostrarte lo que pasa en el mundo en el que viviste. Ni siquiera tu imaginación te puede regocijar con una bella fantasía de aquellos instantes, pues tu consciencia no para de tortutararearte musical y sensorialmente. Ni si quiera puedes leer u oír esta prosa que escribo narrando los acontecimientos finales de tu despedida pues yo, que no soy Dios, sino tan sólo un simple mortal que imaginariamente escribe pensando en el día de tu muerte, no tengo acceso –ni el propósito de inventármelo- a aquella prisión etérea que por medio de la pluma, o más bien dicho, del ordenador, constituye hoy tu morada. Pensándolo un poco mejor creo que tu miedo mayor tampoco lo era la soledad en si misma; tu miedo mayor debió haber sido el efecto, en tu caso adverso, de la soledad, representado por el machaque claustrofóbico del recuerdo persistente de tus malas acciones sin el analgésico de tu aduladora compañía que lograba invisibilizar aquellos episodios. 
Intuyo que si el más allá (si es que lo hay) es ligeramente parecido a mi ensoñación, las cosas no te irán mucho mejor de cómo las narro. Pienso que ya no podrás cantar esos versos que tantas carcajadas me causan cada vez que los escucho: Me voy porque tenemos que seguir la parranda (…) mañana en la mañana paso por aquí, me guardas pal guayabo un jugo de naranja. No habrá parranda que seguir, ni tampoco una morenita que te guarde un juguito para pasar el guayabo. Lo que si habrá, me temo Diomedes, es este último, el guayabo (en mexicano cruda, en chileno caña y en español de España, resaca, por nombrar las acepciones que conozco). Este guayabo no será, temo, aquel que te solía visitar después de una noche de parranda aderezada de mucho consumo guaro, sino que será el más temible de todos, el guayabo moral, que, para el mayor de mis pesares forzosamente educado en la tradición judeo-cristiana, es posible que dure toda la eternidad.    
Diomedes Días. Dios me de días ¡¡Noooo!! Ya te puedo oír pactando con el de cachos y sempiterno olor a azufre el cambio de tu nombre a Diomedes Paz, Alivio o Misericordia.
 


JESUSOCRATHECESFECALES


¿Qué si es posible ser católico? De que lo es, lo es, aunque con algunas lecturas de la filosofía de la historia y particularmente centrándome en la filosofía griega nacida con Sócrates, me resulta inverosímil la existencia del mitológico Jesús, pilar de la religión católica. Me parece que no es más que una versión remozada de Sócrates, fabricada por varios glosadores griegos y romanos que con el correr del imperio descubrieron la oportunidad de consolidar su poder a través la religión. Respecto de Sócrates, incluso respecto a él también tengo mis dudas acerca de su existencia, pues más bien creo que es un alter ego idealizado de Platón. El punto que les une es que ambas figuras reconocen -más allá de las virtudes que a todos nos han enseñado- una presencia e impulso inicial que motiva su actuar.
En el caso de Sócrates aquel Daimón esta constituido por el designio de los dioses enunciado por el Oráculo. Pese a lo rompedor del método socrático y al giro fundamental que este le da a la historia de las ideas, es un personaje que esta inserto en su tiempo y lugar, puesto que pese a lo peculiar de su actuar, todo cuanto hacía tenía su origen en la profecía del oráculo. Que decir de Jesús, el hijo del hombre (o hijo del Daimón debiéramos decir) que todo cuanto hizo con su subjetividad no fue más que el cumplimiento de los designios de Dios padre. En un momento Jesús titubea: si no lo recuerdo mal, es en el monte de los olivos en el que Jesús clama a Dios »¡¿Por qué me has abandonado?!«. Su Daimón le ha condenado a dejar la existencia terrenal y no conociendo otra, el corpóreo Jesús, evalúa estos designios por breves instantes como una traición. Probablemente Sócrates sintió algo parecido en algún momento, pues en su afán de falsear la palabra del oráculo y provisto de su ironía, se vio condenado a morir por los designios de su Daimón.
¿Podemos realmente contemplar como figuras  evocadoras de la sabiduría a Sócrates y a Jesús sabiendo que finalmente todo su ministerio radicó en dar ejecución al impulso de un supuesto Daimón, genio o Dios, anterior a ellos, que les susurró al oído sus deberes? Desde luego, y omitiendo la respuesta a una pregunta tan comprometedora, diría que en cualquier caso, ambas figuras carecen del mérito para reconocer en ellas verdadera radicalidad de subjetividad.
En últimas, ninguno de ellos adoptó un camino por la vida con libertad radical que es la de responsabilizarse de los propios pasos sin acudir a un Daimón como impulso en el actuar. Es cierto que todos tenemos un algo misterioso que nos mueve a ser actores, pero me temo que los referentes de subjetividad que históricamente hemos adoptado nos conducen al peor de los relatos de predestinación posibles que tienen que ver con la existencia superior de Dioses a los que debemos respeto y sumisión. Ello inevitablemente nos educa en la obediencia y en la aserción de verdades incuestionables.
Con estas limitaciones iniciales y careciendo nuestra libertad de la radicalidad que deviene de responsabilizarnos de nuestro pasar, es bien poco el margen que tenemos para ser actores de nuestra existencia, estando condenados a adecuar nuestras existencias a los cánones socialmente aceptados.
Si me preguntan con quién me quedo, me quedo con Sócrates. No el griego, sino el brasilero, el doctor Sócrates. Futbolista como hubo pocos, campeón del mundo con esa mágica selección de Brasil del año 70, fue un activista político a través del futbol conformando la democracia corintiana de su club, el Corintians de brasil. En un tiempo en el que Latinoamérica estaba asolada por las dictaduras, el Doctor Sócrates promovía la vinculación democrática del grupo humano que conformaba. Sin pretender ser modelo de coerción alguno sino una subjetividad radical, Sócrates fue un borracho empedernido, muriendo de cirrosis hepática sin tener más de 60 años de edad. Un joven que hasta bien entrados los años de su existencia, jugó futbol en ligas de fútbol semiprofesionales. No será modelo de subjetividad de nadie como si lo fue su tocayo, pero sin duda la vida y muerte de Sócrates nos dan cuenta de alguien que si se hizo cargo de su vida sin apelación a Daimón alguno. Vivió y murió en su ley. A fondo.