Otro relato que paso sin pena ni gloria, creo que para un concurso de relatos mineros en Asturias, pero que para mi resulta muy emotivo porque habla de mi padre y del amor, respeto y admiración que le profeso.
Vida de minero, vida de dinero, dicen en
Chile los sureños que desconocen el peligro de este oficio. Todos los años
migran cientos (quizás hasta miles) de personas hacia la región de Antofagasta
movidas no por la fiebre del oro,
sino que por la del cobre, litio y
quizás que otro mineral requerido para confección de chucherías electrónicas
que China manufactura. La mayoría de los aventureros regresan por donde mismo
llegaron, tras no haber conseguido el sueldo soñado sino que uno de miseria;
sin los turnos de 10x10 (10 días de trabajo en el campamento minero y 10 días
de descanso) que les permitieran regresar al lejano hogar para descansar junto
a los seres queridos. Encima, los 10 o más días de faena (a los que no le siguen
más que unos 5 días de descanso que no acaban por compensar el sueldo) se
trabaja en condiciones de explotación, en jornadas laborales no menores a 12
horas (de las 8 a.m. a las 20 p.m. o viceversa, dependiendo si la modalidad del
turno es de día o de noche), con un descanso en el campamento minero marcado
por la carestía propia de los minerales de mediana o pequeña escala, cuyos
dueños no son más que ricos indolentes. La crudeza de este día a día es la que
nos permite entender la tragedia que anticipó el milagro de los 33 mineros,
convertido en espectáculo mundial de heroísmo y sobrevivencia, sin pudor alguno
por parte de las autoridades políticas quienes, en lugar de hacer autocrítica y
tomar medidas conducentes a tomar la parte de la responsabilidad que les
corresponde en este, consienten más bien
mantener las condiciones de explotación ejercida por los dueños de los
minerales, eso sí, con un relato digno de Hollywood y derroche de emotividad
distractora.
En
definitiva, hay que tener negro el cuero
de chancho para soportar las elevadas exigencias físicas y emocionales que
la faena depara. Negro el cuero, por la herencia del los antepasados que
tostaron su piel a punta de sacar el caliche de lo profundo de las rocas, a
pleno sol del Desierto de Atacama. Y Cuero de Chancho, porque hay que tener la
piel gruesa, resistente, casi impenetrable. Hacen falta, además, nervios de
acero y el temple sereno, cuestiones ambas que la crudeza y soledad del desierto
se encargan de modelar. Sólo así se puede resistir pagando el noviciado que
son esos primeros años de trabajo brutal, sueldo miserable y virtual inexistencia
de descansos para ver crecer a tus hijos y compartir con tu señora. Y esa es la
parte fácil… A la gente del desierto le toca sufrir mucho más que eso: a más de
alguno se le ha muerto un hermano triturado por una correa transportadora de
cobre; a más de alguno se le suicidó algún colega agobiado por su existencia
jodida del minero, que le condenó a sumergirse en el espejismo de las putas y
alcohol ante la imposibilidad de cultivar lazos sinceros de amor que actúen
como redención; y más de alguno se encontró llegando a la pega con la espeluznante noticia de la muerte cruel de su antecesor
en el turno, que por destrabar manualmente la máquina despegadora de cátodos –desobedeciendo
las medidas de seguridad y apremiado por la política empresarial de producir a
toda costa sin parar– acabo aplastado del abdomen hacia abajo, agonizando mientras
arrastraba los restos de su cuerpo maltrecho para alcanzar su teléfono y
alcanzar a despedirse de su familia. Uno de esos más de alguno” fue mi taita, a quién le tocó presenciar toditas esas tragedias. Cada vez que escucho Illapu y su Candombe para José me figuro que escribieron esa canción pensando
en mi viejo. No tienes ninguna pena al
parecer, pero las penas te sobran negro José, dice la canción y me figuro
yo a mi viejo con su mar adentro viviendo con parsimonia y cultivando canas
desde joven, con su piel morena llena de surcos y sus ojos de negra profundidad
que, condensando un mundo de experiencias de amor y de dolor, brillosos siempre
están, casi al borde de un llanto explosivo. Aunque nunca, pero nunca, lágrima
alguna le ví derramar.

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