martes, 4 de septiembre de 2018

Cuero de chancho


Otro relato que paso sin pena ni gloria, creo que para un concurso de relatos mineros en Asturias, pero que para mi resulta muy emotivo porque habla de mi padre y del amor, respeto y admiración que le profeso.

Vida de minero, vida de dinero, dicen en Chile los sureños que desconocen el peligro de este oficio. Todos los años migran cientos (quizás hasta miles) de personas hacia la región de Antofagasta movidas no por la fiebre del oro, sino que por la del cobre, litio y quizás que otro mineral requerido para confección de chucherías electrónicas que China manufactura. La mayoría de los aventureros regresan por donde mismo llegaron, tras no haber conseguido el sueldo soñado sino que uno de miseria; sin los turnos de 10x10 (10 días de trabajo en el campamento minero y 10 días de descanso) que les permitieran regresar al lejano hogar para descansar junto a los seres queridos. Encima, los 10 o más días de faena (a los que no le siguen más que unos 5 días de descanso que no acaban por compensar el sueldo) se trabaja en condiciones de explotación, en jornadas laborales no menores a 12 horas (de las 8 a.m. a las 20 p.m. o viceversa, dependiendo si la modalidad del turno es de día o de noche), con un descanso en el campamento minero marcado por la carestía propia de los minerales de mediana o pequeña escala, cuyos dueños no son más que ricos indolentes. La crudeza de este día a día es la que nos permite entender la tragedia que anticipó el milagro de los 33 mineros, convertido en espectáculo mundial de heroísmo y sobrevivencia, sin pudor alguno por parte de las autoridades políticas quienes, en lugar de hacer autocrítica y tomar medidas conducentes a tomar la parte de la responsabilidad que les corresponde en este, consienten más bien  mantener las condiciones de explotación ejercida por los dueños de los minerales, eso sí, con un relato digno de Hollywood y derroche de emotividad distractora.
En definitiva, hay que tener negro el cuero de chancho para soportar las elevadas exigencias físicas y emocionales que la faena depara. Negro el cuero, por la herencia del los antepasados que tostaron su piel a punta de sacar el caliche de lo profundo de las rocas, a pleno sol del Desierto de Atacama. Y Cuero de Chancho, porque hay que tener la piel gruesa, resistente, casi impenetrable. Hacen falta, además, nervios de acero y el temple sereno, cuestiones ambas que la crudeza y soledad del desierto se encargan de modelar. Sólo así se puede resistir pagando el noviciado que son esos primeros años de trabajo brutal, sueldo miserable y virtual inexistencia de descansos para ver crecer a tus hijos y compartir con tu señora. Y esa es la parte fácil… A la gente del desierto le toca sufrir mucho más que eso: a más de alguno se le ha muerto un hermano triturado por una correa transportadora de cobre; a más de alguno se le suicidó algún colega agobiado por su existencia jodida del minero, que le condenó a sumergirse en el espejismo de las putas y alcohol ante la imposibilidad de cultivar lazos sinceros de amor que actúen como redención; y más de alguno se encontró llegando a la pega con la espeluznante noticia de la muerte cruel de su antecesor en el turno, que por destrabar manualmente la máquina despegadora de cátodos –desobedeciendo las medidas de seguridad y apremiado por la política empresarial de producir a toda costa sin parar– acabo aplastado del abdomen hacia abajo, agonizando mientras arrastraba los restos de su cuerpo maltrecho para alcanzar su teléfono y alcanzar a despedirse de su familia. Uno de esos más de alguno” fue mi taita, a quién le tocó presenciar toditas esas tragedias. Cada vez que escucho Illapu y su Candombe para José me figuro que escribieron esa canción pensando en mi viejo. No tienes ninguna pena al parecer, pero las penas te sobran negro José, dice la canción y me figuro yo a mi viejo con su mar adentro viviendo con parsimonia y cultivando canas desde joven, con su piel morena llena de surcos y sus ojos de negra profundidad que, condensando un mundo de experiencias de amor y de dolor, brillosos siempre están, casi al borde de un llanto explosivo. Aunque nunca, pero nunca, lágrima alguna le ví derramar.